Mitos Apócrifos
El historiador del Arte y crítico habla de unos artistas con carreras paralelas y que ahora conforman las dos caras de una misma moneda, «nada tibia», en el Centro Cultural.
Visitar la muestra Mitos Apócrifos en el Centro Cultural Provincial del 23 de noviembre al 12 de diciembre, además del propio placer derivado de la contemplación de las obras, es una forma adecuada de acercarnos a ciertos planteamientos estéticos propios de la sensibilidad posmoderna.
Al visitante no avisado podrá parecer que los trabajos de Diego Arenales y de Víctor Hugo Gutiérrez tienen orígenes si no enfrentados, al menos, diversos. Sin embargo, para quien ha tenido la suerte de ver crecer desde hace más de una década sus posibilidades técnicas y la ampliación de sus horizontes creativos, esto ya no resulta tan sencillo.
Las carreras de Víctor Hugo y Diego corren paralelas desde su formación inicial en el Bachillerato de Artes (una feliz solución académica que ha permitido recuperar a no pocos adolescentes que se encontraban perdidos en las modalidades de ciencias y letras), en sus estudios en la Facultad de Bellas Artes de Salamanca (cursados con las más altas calificaciones), en su trabajo conjunto como colaboradores de Franz Ackermann o cuando compartían estudio y vida en nuestra ciudad. Incluso ahora mismo el diálogo entre ellos sigue siendo fluido y el intercambio de opiniones sobre el concepto de las obras y sobre los medios técnicos una realidad que no les impide marcar de forma indeleble sus personalidades artísticas.
Parece cierto que el carácter personal juega un papel decisivo en la tarea del creador y más en el momento histórico que padecemos. E insisto en lo de padecemos porque hay teóricos, como Calabrese, Deleuze, Virilio o Baudrillard, que han planteado la posibilidad de que nuestro discurso histórico posea características comunes con lo ocurrido en Europa a lo largo de los siglos XVII y XVIII y de todos es sabido la importancia del pathos en ese movimiento artístico.
No es el momento de ponernos a criticar esta concepción sino de considerarla una forma de aproximación a la realidad, una brújula para orientarnos, una piedra de toque para contrastar hechos o un simple esquema retórico desde el que partir para explicar verbalmente las cosas que -propias de aquellos tiempos pretéritos- son más pertinentes a la vista que al entendimiento.
¿Qué define este momento neobarroco?
Entre otras cosas la diversidad plástica y la orientación múltiple de los intereses creativos. También la valoración del sentimiento por encima de la razón. Y el retorno a la realidad como forma de salir del impasse creativo al que nos han abocado algunos planteamientos abstractos, minimalistas y conceptuales.
Víctor Hugo y Diego se muestran en Mitos Apócrifos como las dos caras de la misma moneda. Posiblemente estemos contemplando el final de una etapa creativa en cada una de sus respectivas carreras y el germen de nuevos planteamientos que quizá los acerquen o tal vez los separen definitivamente. En cualquier caso, contemplamos unas obras que inician su madurez como artistas. Técnicamente poco pueden aprender. Desde hace bastantes años dominan los recursos expresivos y la investigación con los nuevos materiales, para ellos, es algo a lo que dan importancia pero que forma parte del juego innovador al que están continuamente abiertos.
Una de las características propias del Barroco es la aparente contradicción entre forma y contenido, la dialéctica permanente del conceptismo al culteranismo y viceversa, el enfrentamiento entre naturalismo y clasicismo. Se podrá argumentar que siempre nos queda la síntesis del decorativismo. Cierto es, pero, como dirían las Sagradas Escrituras, a los tibios los vomita Dios y, a buen seguro que éste no negaría a Diego y Víctor Hugo.
sin tibieza
No hay tibieza en los planteamientos de ambos. Hace un par de años tan solo, algunos de los temas aquí presentes tenían una forma más simple y -quizá por ello- más identificable para el espectador al uso. Diego estaba empeñado en dar una nueva visibilidad a los temas que le habían preocupado desde su niñez: el mundo de los santos, de los mártires, de la liturgia católica y llegué a escribir que se empeñaba, como Caravaggio, en devolver la credibilidad, partiendo del realismo, a formas que ya se habían vaciado de contenido. Desde ese momento su arte ha ido girando hacia un mayor clasicismo. Abandonado el recurso al color (todavía añoro su Inmaculada y su Judith), sus obras -en la línea de un Luc Tuymans, por ejemplo- van perdiendo conscientemente la definición formal a lo que contribuyen las pantallas transparentes que nos distancian de la brutal realidad que nos presenta.
Este mismo retorno al orden puede apreciarse en Víctor Hugo que no deja en ningún momento su pasión cromática, que usa las formas abstractas, que le fueron tan queridas hace apenas un lustro, pero que simplifica el decorativismo al que se acercó en alguna fase de su carrera que, haciendo honor al viejo aforismo, resulta tan corta en años pero tan larga en obras.
En este momento neobarroco que bascula entre el naturalismo, el clasicismo y la decoración, las imágenes de Diego y Víctor Hugo parecen un trasunto de las postrimerías, de los novísimos, en un juego visual de un cielo y un infierno que -época atea como manda el signo de los tiempos- se ha instalado cómodamente entre nosotros. Los mártires de Diego parecen remitirnos a un paraíso escasamente deseable para cuyo acceso es exigible una dolorosa y gélida pureza que se encuentra al alcance de muy pocos elegidos sobre los que gravita un Dios que guía sus designios por las normas de una ascética trascendental. Por el contrario, la sensualidad epicúrea que mueve a Víctor Hugo nos traslada a un infierno que, como en aquellos espejismos con los que nos tienta Satán, se nos muestra como un confortable lugar en el que esperar el fin de los tiempos.
apuesta arriesgada.
Ha sido para mí un placer haber podido prologar una apuesta arriesgada de la Excma. Diputación Provincial de Palencia en la que se nos desvelan de forma diáfana como unos verdaderos artistas, aunque -con toda seguridad- a ellos les moleste esta definición, preocupados por asuntos que nos muestran con crudeza y hasta con crueldad el complejo mundo en el que campea esta sensibilidad posmoderna nuestra, asentada en la absoluta intrascendencia que hace buena la reflexión de Ortega de que «el arte, para los jóvenes artistas, es algo sin trascendencia alguna».
Frente a estos postulados, con un espíritu romántico que les honra -y que nos avergüenza a nosotros- y con una irreductible confianza en sus convicciones y sus recursos, Víctor Hugo y Diego siguen trabajando y no dudo que aún podamos esperar de ellos nuevas formas plásticas que iluminen de manera potente las contradicciones de la época atroz en la que vivimos saturada de imágenes irrelevantes, a las que nos han acostumbrado los «mass media» y muchas pinturas y fotografías, preocupadas por encontrar el halago del público proponiéndole un arte fácilmente digerible y, quizá por ello, totalmente desechable.
Es esa esperanza la que me ha movido a dedicarles estas líneas, basadas tanto en una reflexión profesional -hasta donde ello sea posible- como en la relación profesor-alumno -y ahora de amigos- que hemos mantenido desde hace una docena de años.
Arturo Caballero Bastardo