Mitos apócrifos;
Profundas cavernas del sentido.

 

Las imágenes de Diego Arenales no dejan indiferente a nadie. Asombra su elección provocadora de unos temas que parecen tan lejanos a la sensibilidad del espectador actual como los martirios, los éxtasis místicos y las ceremonias religiosas que constituyen la materia de la que parte. Pero, más allá de lo que pueda parecer, de lo que trata su obra es de la violencia, casi siempre instrumentalizada por el poder legal o paralegal, y del rito que, como si se tratara de una manifestación poética de la ausencia, ha sido vaciado por completo de la vida que le dio origen y que ahora se perpetúa ajeno al tiempo y a la realidad. Ritos y violencia que conformaron el horizonte visual de su infancia y su adolescencia a través de las imágenes dolientes de cristos, vírgenes y santos de las tierras de Castilla de las que se muestra orgulloso heredero.
 

Diego, en un reto a todas luces imposible, se ha empeñado en la ingente tarea de actualizar las imágenes de piedad de unas iglesias casi siempre cerradas a cal y canto y más visitadas por turistas que por fieles. No hay en sus composiciones ni expresionismo al estilo de Rouault, ni ensoñaciones de Chagall ni el vano retorno al bizantinismo que parece triunfar en los ámbitos eclesiásticos más conservadores. Diego, como hizo hace cuatrocientos años Caravaggio, ha optado por el naturalismo en su vertiente más cruda y lacerante. Es la violencia de la sociedad moderna, ese mundo al que occidente rechaza asomarse por miedo a verse reflejado en un espejo doméstico.
 

Resulta obsesiva en él una doble búsqueda del horror que se concreta, por un lado, en su extensísimo archivo de hagiografía católica poblada de infinitas formas de sufrimiento y muerte y, por otro, en la profundización en el terror que imponen de forma cotidiana las bandas de narcotraficantes en Hispanoamérica y en Asia y la violencia política y étnica desatada en Oriente Próximo e incluso en América y Europa.
 

Sus sutiles creaciones entroncan con una estética muy actual que nos aleja de lo obvio y, atemperando tonos y contrastes, permite que no caigamos en la morbosidad y nos proporciona la engañosa sensación de que “eso” no puede ser real. Podría parecer que sus creaciones proceden de un imaginario personal plasmado arbitrariamente en lienzos y papeles. No os lo creáis: no hay una sola imagen en sus obras que no responda a hechos verdaderos. Cualquiera de sus composiciones espera pacientemente en su estudio hasta que localiza determinado cuerpo destrozado, cierta cabeza cortada, aquel gesto de violencia o resignación. Es una estética de lo auténtico en la que la labor del artista, además de la evidente habilidad técnica que le ha caracterizado desde sus primeros pasos en el mundo de la creación, se concreta en la articulación de las múltiples realidades fragmentarias que constituyen la realidad superior del arte.

Arturo Caballero Bastardo
Profesor, escritor y crítico de Arte.


















 

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